Queridos hermanos de AyunoXti,
Estamos
en la recta final que nos introducirá en la Semana Santa, el momento culminante
de nuestra fe. En la cruz que contemplaremos sangrante, pero también victoriosa,
encontraremos el motivo de nuestra oración, el gozo de nuestra espera, la
esencia de nuestra unión. Desde la cruz brota un manantial de salvación
inmerecida. Muchos la rechazan y no caen en la cuenta del despropósito de
rechazar algo no sólo tan valioso, sino que no habríamos podido jamás atrevernos
siquiera a pedir. Es Dios quien sale a nuestro encuentro de esta forma y es por
amor a nosotros. Un amor que sólo debería recibir un eterno agradecimiento y no
los ultrajes y rechazos que recibe cada día. Este camino que Dios ha marcado es
un camino que nos pide seguir con alegría en la Victoria ya acontecida, pero también
con responsabilidad y esfuerzo.
Para esto, en esta recta final, os invitamos a
reflexionar en los tres elementos centrales de nuestro amor a Dios, para tratar
siempre de tenerlos muy bien purificados y unidos. Os dejamos las hermosísimas
palabras de San Pedro Crisólogo en su sermón número 43:
Tres son, hermanos, los resortes que
hacen que la fe se mantenga firme, la devoción sea constante, y la virtud
permanente. Estos tres resortes son: la oración, el ayuno y la misericordia.
Porque la oración llama, el ayuno
intercede, y la misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno
constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente.
El
ayuno, en efecto es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del
ayuno. Que nadie trate de dividirlas, pues no pueden separarse. Quien posee uno
solo de los tres, si al mismo tiempo no posee los otros, no posee ninguno. Por
tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca: que preste oídos a
quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta
oído, a quien no cierra los suyos al que le suplica.
Que el que ayuna, entienda bien lo que
es el ayuno; que preste atención al hambriento quien quiere que Dios preste
atención a su hambre; que se compadezca quien espera misericordia; que tenga
piedad quien la busca; que responda, quien desea que le responda a él. Es un
indigno suplicante quien pide para sí lo que niega a otro.
Díctate a ti mismo la norma de la
misericordia de acuerdo con la manera, la cantidad y la rapidez con que quieres
que tengan misericordia contigo. Compadécete tan pronto como quisieras que los
otros se compadezcan de ti.
En consecuencia, la oración, la misericordia, y el ayuno, deben ser como un único
intercesor en favor nuestro ante Dios, una única llamada, una única y
triple petición.
Recobremos,
pues, con ayunos lo que perdimos por el desprecio: inmolemos nuestras almas con
ayunos, porque no hay nada mejor que podamos ofrecer a Dios, de
acuerdo con lo que el profeta dice: “Mi sacrificio es un espíritu
quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias”. Hombre,
ofrece a Dios tu alma, y ofrece la oblación del ayuno, para que sea una hostia
pura, un sacrificio santo, una víctima viviente, provechosa para ti y acepta a
Dios. Quien no dé esto a Dios, no tendrá excusa, porque no hay nadie que no se
posea a sí mismo para darse.
Pero para que estas ofrendas sean
aceptadas, tiene que venir después la misericordia; el ayuno no germina si la misericordia no le riega, el ayuno se
torna infructuoso si la misericordia no lo fecundiza; lo que es la lluvia para
la tierra, eso mismo es la misericordia para el ayuno. Por más que perfeccione
su corazón, purifique su carne, desarraigue los vicios, y siembre las virtudes,
como no produzca caudales de misericordia, el que ayuna no cosechará fruto
alguno.
Tú que ayunas, piensa que tu campo
queda en ayunas si ayuna tu misericordia; lo que siembras en misericordia, eso
mismo rebosará en tu granero. Para que no pierdas a fuerza de guardar, recoge a
fuerza de repartir; al dar al pobre te
haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro, no lo tendrás
tampoco para ti.
Así que, amemos con nuestra oración, con
nuestro esfuerzo máximo en la caridad y siempre de la mano de nuestro ayuno y
de nuestro rosario, buscando alcanzar cada día un esfuerzo mayor, para que el
Reino de Dios esté en nosotros de forma cada vez más santa y permanente.
Que Dios nos bendiga y la Virgen nos cuide,
escuchando nuestras necesidades y peticiones, pero sobre todo acrecentando en
todos nosotros el deseo ferviente del amor de Dios y el vivir según el Espíritu
Santo y divino que nos manda.
Paz y bien
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